Cuando éramos todopoderosos
La niñez es la tierra de lo posible. Un horizonte ancho -y corto, pero eso no se sabe nunca- en el que no hay nada fuera de alcance. Incluso en latitudes muy nubladas, uno es pequeño y confía en que las malas cartas no arruinen la partida. Porque el mundo necesita jugadores y yo estoy hirviendo de vida y no puede ser que no se pueda. Habrá por fuerza un capítulo donde todo empiece a resolverse. Pero luego hay un quiebro de la trama y el futuro se empeña en achicarse. Lo llaman crecer pero es ir naufragando. Ir vallándose en círculos concéntricos: la familia, la escuela, los amigos, el amor, el país, el hemisferio. Cada uno con sus cuerdas y mordazas, para atarlo a uno en corto y amarrarlo a un sitio. Las alas empiezan a perder plumas. Llega el dolor y ya no hay otra cosa. Y detrás, el miedo a que regrese. Y detrás, la huida por si acaso de aquello que no hubiera dolido. Se paga por lo que antes era gratis (y no estamos hablando de facturas, otras cosas también tienen su precio). La marea del banco sube y baja a fin de mes.