Hay ideas, hay ideales y hay causas. Las ideas se llevan en la cabeza, los ideales en el corazón y las causas en el estómago. Las ideas quieren silencio, los ideales, pasión, y las causas -siempre en mayúsculas- la fe del místico en plena epifanía: comunión absoluta y divorcio de los matices. Eso es palpable en las redes, donde no hay identidad sin un ‘timeline’ que pruebe nuestra existencia y la escore a un bando desde el que corear consignas (abstenerse no es una opción, porque lo coloca a uno igualmente en un lado del ring, el de la frivolidad y la apatía). La causa ha bajado ahora a la calle para declararle la guerra a las estatuas. A todas. La lucha contra el racismo ha convertido la piedra en enemigo: no se libran ni Lincoln, abolicionista en jefe de los EEUU, ni Churchill, imperialista, sí, pero que algo ayudó para acortar un «Reich de los mil años» que no era precisamente partidario del ‘melting pot’. Tumbarlo todo es no sujetar nada. Como si en nombre de los pobres se echara abajo la estatua del ‘Príncipe Feliz’.