El último refugio

Vuelve el cine. El único sitio donde la compañía no pesa porque no exige. Donde se puede descansar de uno mismo y de los otros. Aparcar la vida un rato. Donde no hace falta sobreactuar porque está oscuro y nadie mira. Donde quien se sienta al lado en medio de esa penumbra está cerca y está lejos, a una distancia de seguridad que amortigua el choque, vigilado además por la policía del susurro, que espera agazapada para dar el alto a cualquiera que levante la voz. Un lugar ancho donde repantingarse sabiendo que durante dos horas nadie espera nada de ti -salvo que te calles y acabes pronto ese cubo de palomitas- porque hay otros que ya se encargan del guión. Un limbo en el que a veces alguien tose sólo por ver si el resto de sombras están vivas. Donde uno siempre está a la altura, con la frase justa para fulminar al tonto o torturar para siempre la memoria de un antiguo amante. Lo malo es salir a la intemperie y no hallar una excusa para ser Marlene Dietrich y espetar aquello de«hago que el mar se encrespe y que la jungla arda».

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