En el patio trasero del hotel Diaoyutai, a siete kilómetros al oeste de la Ciudad Prohibida, hay una veintena de periodistas y fotógrafos que esperan en fila para que dos enfermeras, ataviadas con trajes azules protectores y cascos con visera, les hagan una prueba de ácido nucleico. Son las 6.00 de la mañana y el cielo de Pekín está nublado. En la recepción, después de que un bastoncillo haya rascado la garganta en busca de algún rastro de coronavirus, un tipo trajeado dice que los resultados es