Providencia: el reto de reconstruir un paraíso caribeño arrasado por el huracán Iota

Los primeros sobrevuelos de la Fuerza Aérea divisaron un paisaje dantesco, como si hubieran lanzado una bomba y no quedara una sola brizna verde, una sola hoja, ni casas ni gente. No veían personas por ningún lado, creían que encontrarían miles de muertos bajo los escombros, al punto que la Cruz Roja preparó dos mil bolsas negras para los cadáveres. Ni siquiera pudieron comunicarse con la Base de Guardacostas, que quedó destruida, y sus integrantes a punto de morir ahogados.
Cuando el auxilio pudo arribar en barco, los lugareños comenzaron a salir y los rescatistas a remover escombros, solo reportaron cuatro fallecidos. El resto de los 5.600 habitantes se había refugiado en las cisternas de cemento de sus hogares y en las residencias y tiendas que resistieron el embate de los vientos huracanados.
“Fue un milagro”, repiten cuando preguntas a cualquiera cómo lograron sobrevivir a la espantosa madrugada del 16 de noviembre. Sentían que Iota rugía y parecía no tener prisa en pasar y dejarlos tranquilos.
Un mes después de que el huracán de fuerza 5 devastara Providencia y Santa Catalina, declaradas Reserva Seaflower de la Biósfera, junto a la vecina San Andrés, lo único que ha resurgido del paraíso caribeño de playas blancas, montañas verdes frondosas y pintorescas casas de madera, son los azules turquesa del mar.
Aunque las dos pequeñas islas -unidas antes por el coqueto puente de Los Enamorados, también derruido-, tienen una extensión de 17 kilómetros cuadrados y el presidente de Colombia, Iván Duque, pretende reconstruirlas en seis meses, se antoja un objetivo difícil de cumplir.
“El 46% de las construcciones tuvieron destrucción total y un 47%, afectación severa, incluido el hospital, y es posible que haya que demoler muchas de ellas”, señala a El MUNDO el general Juan Pablo Forero, responsable de coordinar las Fuerzas Militares en la zona del desastre.
Fórmulas de reconstrucción
Las viviendas podrían llevar incluso más tiempo del deseado porque se ha convertido en un foco de discordia. El Gobierno ofrece chalets prefabricados de 60 metros cuadrados, si la comunidad los aprueba, pero hay un sector de la población que no los quieren. Raizales en su inmensa mayoría, descendientes de ingleses y africanos, de costumbres muy arraigadas y el creole como lengua materna, piden respetar sus casas tradicionales de madera, además de que muchos arriendan habitaciones a los turistas y necesitarían que fueran amplias y pintorescas, como las que tenían. Otros abogan por un banco de materiales de construcción y buscar fórmulas financieras para rehacer los establecimientos comerciales.
“Durante los meses de aislamiento en que las islas estuvieron cerradas al exterior por el Covid, la gente se dedicó a embellecer sus casas y los de las posadas invirtieron en mejorarlas”, rememora María Salcedo, dueña del café boutique Kalaloo Point, hoy derrumbado. “Todo estaba hermoso, la vegetación maravillosa, había una expectativa muy grande de cara a la temporada turística de diciembre, y es muy duro ver lo que perdió todo el mundo. Aquí la gente es guerrera, pero tenemos el corazón partido”, agrega y estalla en llanto.
Más de mil efectivos
Después de que los militares limpiaran la corta pista del aeropuerto, donde sólo aterrizan aviones pequeños, establecieron un intensivo puente aéreo Bogotá-San Andrés -la isla grande, situada a 60 millas náuticas de las otras dos. Por él arribaron más de mil integrantes de las Fuerzas Militares, Defensa Civil, bomberos y médicos, para atender el hospital de campaña que levantaron, además de otros equipos de rescate.
“Los verdaderos héroes de esta tragedia son los soldados”, comentan varios vecinos a EL MUNDO, en referencia a los cerca de 800 efectivos de Ejército y Armada dedicados, de sol a sol, a recoger miles de toneladas de escombros, árboles, ramas y basuras. Por todas partes te topas con una laboriosa cadena de uniformados con su carga al hombro, camino de los puntos de acopio.
Otro reto cotidiano, unido a la distribución de gasolina, víveres, paneles solares, tiendas de campaña, agua potable, reparación del acueducto y red eléctrica, tras colapsar los postes, es preparar comida caliente. World Central Kitchen, ONG liderada por el chef español José Andrés, asumió la misión de cocinarla en San Andrés y la Fuerza Aérea de llevarla a Providencia.
“Mucha gente depende de este almuerzo”, apunta Engracia Archibold, mientras sirve raciones de arroz y carne molida a quien se acerca, no hay colas. “Amaneces con el bajón de moral, abres los ojos, ves la destrucción a tu alrededor y tienes que hacer un esfuerzo por levantar el ánimo”, comenta una mujer joven que recibe su plato con cierta vergüenza.
ARRECIFES DE CORAL
Para actuar más rápido y reducir los costes de la carga por aire, pretenden agilizar el transporte naval con buques de gran calado, pero no pueden ingresar a la bahía debido a la poca profundidad. Deben dragar 4.5 metros en lugar de los 2.5 actuales, exigencia que los ambientalistas cuestionan porque la urgencia impide realizar estudios del impacto sobre los fondos marinos.
Máxime cuando todavía no han podido establecer los daños del Iota en la barrera de coral, la tercera más grande del planeta, así como en la fauna que la habita. También desconocen el estado del minúsculo Cayo Cangrejo, una de las joyas naturales más preciadas para el buceo. Desde tierra se avista que la vegetación del islote, rodeado de aguas turquesas, cambió del verde exuberante a un erial de tonos ocres mortecinos.
A pesar del sombrío panorama y el desánimo que se palpa en cuanto conversas con isleños, no dudan en asegurar que el catastrófico Iota no los enterrará. Amparo Pontón, que tenía un hostal en Santa Catalina, propone promover el turismo humanitario de reconstrucción: “Que vengan a bucear profesionales de diferentes especialidades y nos regalen un día de trabajo”. Y Luz Marina Livingston mira el mar y la devastada playa Agua Dulce desde lo que fuera la terraza de su hogar y asegura convencida: “Providencia renacerá”.