Sálvese quien pueda en Brasil: sufre la peor fase de la crisis con Bolsonaro ausente
El típico bar de barrio: la persiana medio bajada, para disimular, y los viejos parroquianos arremolinados en la puerta bebiendo sin culpa. Es una escena que se repite en las calles de Río de Janeiro y en otras capitales de Brasil, justo cuando el coronavirus parece prepararse para dar el golpe definitivo. Los contagios y las muertes en Brasil crecen cada día (el martes fueron 600 muertos, un récord), pero las calles están cada vez más llenas.
Varios factores explican la aparente tranquilidad ante la Covid-19. Las medidas de aislamiento social, implantadas por gobernadores y alcaldes, se aplican casi como una recomendación. Aunque se prevén multas, en realidad predomina la vista gorda. Además, a medida que han ido pasando los días se han ido retocando los decretos hasta incluir cada vez más sectores como “actividad esencial”.
En las favelas y los barrios más pobres, donde el Estado nunca estuvo presente, la situación es aún más complicada, dado que sus habitantes prefieren arriesgarse a contagiarse que a pasar hambre por dejar de trabajar. Las ayudas anunciadas para los trabajadores informales no sólo tardan en llegar, sino que además generan problemas. La subvención de 600 reales (98 euros) al mes durante tres meses está provocando enormes colas, convirtiendo a los bancos públicos que las entregan en un nuevo foco de contagio. Para evitar las aglomeraciones el Gobierno anunció una app para solicitar la ayuda por Internet. A alguien se le olvidó que la mayoría de pobres no tiene smartphone.
Las medidas erráticas son una constante, a pesar de que Brasil empezó enfrentándose a esta crisis relativamente bien, reaccionando más rápido que la mayoría de países europeos. A mediados de marzo, cuando la Covid-19 aún sonaba como algo lejano, São Paulo y Río de Janeiro, donde se detectaron los primeros casos, ordenaron el cierre de las escuelas y el comercio y empezaron a construir hospitales de campaña. Con el tiempo, ese impulso inicial se ha ido desvaneciendo. Después de unos días encerrados, los ciudadanos empezaron a relajarse, y los gobernadores, sin directrices claras por parte del Gobierno central, se dedican a improvisar.
El alcalde de São Paulo, Bruno Covas, usa sus ruedas de prensa diarias para suplicar que la gente se quede en casa. Ya sin saber qué hacer para evitar la circulación de personas, esta semana empezaron a cortar las principales avenidas de la ciudad. Al día siguiente hubo que dar marcha atrás, al percibir que trabajadores clave, como los sanitarios, se quedaban atrapados en los atascos. En el estado de Maranhão fue la Justicia la que, alarmada ante la tardanza de las autoridades, decretó un cierre total, el llamado ‘lockdown’. Otros estados, como Pará y Ceará, imitaron la medida. Río de Janeiro y São Paulo podrían sumarse en los próximos días.
Con el movimiento creciente en las calles, el virus campa a sus anchas y los hospitales ya empiezan a estar abarrotados. La mayoría no cuentan con suficientes respiradores, lo que desencadenó una carrera a la desesperada. Hace unas semanas, el Gobierno central informó que centralizaría las compras y los iría distribuyendo por las regiones en función de las necesidades. Los estados no se fiaron: el gobernador de São Paulo, João Doria, ordenó que los respiradores que salieran de sus fábricas se quedaran en São Paulo, y el de Maranhão, Flávio Dino, ideó una rocambolesca operación aérea para que los respiradores que compró en China llegaran a sus manos evitando que se los ‘robaran’ en EEUU o en Brasilia. En Amazonas, el caos en los hospitales es tal que el gobernador, Wilson Lima, se enfrenta a un proceso de ‘impeachment’ impulsado por el sindicato de médicos.
EL FACTOR BOLSONARO
El presidente, Jair Bolsonaro, evita hablar de la crisis sanitaria y está centrado en su particular crisis política, agravada tras la dimisión del exministro de Justicia Sérgio Moro. Al contrario que otros líderes mundiales, Bolsonaro no sólo no comparece puntualmente ante la prensa, sino que insiste en sus ataques a los periodistas. “¡Cállate la boca! ¡No te he preguntado nada!”, espetó a un reportero que le preguntó por su insistencia en hacer cambios en la cúpula de la Policía Federal. El presidente sigue defendiendo que hay que reactivar la economía cuanto antes, y aunque su popularidad está tocada, sus palabras siguen teniendo un fuerte impacto entre la población.
Su núcleo duro de seguidores se va radicalizando a medida que pasan las semanas. El sábado, un grupo de bolsonaristas atacó a unas enfermeras que hacían una protesta silenciosa portando cruces frente al Palacio del Planalto. Al día siguiente, los manifestantes de una concentración golpista (y en la que participó el presidente) agredieron a un fotógrafo y varios periodistas.
Otro punto crítico es que Brasil, como ocurrió en muchos otros países, se enfrenta a esta crisis a ciegas, sin saber cuál es el verdadero tamaño del problema. Las cifras oficiales apuntan que ya son más de 8.000 muertos y se superan los 120.000 casos confirmados, algo que puede sonar discreto en un país de más de 210 millones de habitantes. Sin embargo, el propio ministerio de Salud admite que las cifras reales son mucho mayores por la subnotificación que provoca la falta de tests.
Según un estudio de la Facultad de Medicina de Ribeirão Preto, de la Universidad de São Paulo (USP), el número de contagiados en realidad oscilaría entre los 1,3 y dos millones de personas, y Brasil ya habría superado a EEUU como epicentro mundial de la enfermedad. En Manaos, donde desde hace días se excavan fosas comunes en los cementerios, la mayoría de los fallecidos en los últimos días murieron por un “síndrome respiratorio agudo”.